domingo, 30 de noviembre de 2008

martes, 18 de noviembre de 2008

Usted debe responder, señor Sánchez Cerén

lunes 22 de septiembre de 2008







Ethel Pocasangre Campos, (“Crucita”), y su hermana Isis Dagman, (“Sonia”), se integraron a las FPL en los años setentas.

Ethel era psicóloga y trabajaba en la UCA. Isis era doctora en medicina. Eran rubias y tenían los ojos azules. Ambas fueron enviadas a la zona guerrillera de San Vicente.

Los colegas, alumnos y compañeros de militancia de Ethel la consideraban un ángel por su delicada belleza, su dulzura y su entrega a la lucha revolucionaria. “Cuando termine la guerra vamos a necesitar miles de psicólogos por tanto trauma que deja la violencia, ahí voy a tener otra trinchera de lucha”, le dijo a Marta Nolasco, que fue su alumna y que ahora trabaja en el Instituto de Derechos Humanos de la UCA. Isis, por su parte, exponía su vida en las líneas de fuegos para salvar la de los combatientes heridos.

Ethel fue acusada de traición por el mando de las FPL en el frente para-central. El 22 de septiembre de 1986, en un punto ubicado en el cantón San Bartolol, cerca del cerro Buena Vista, en la jurisdicción de San Vicente, sus propios jefes guerrilleros la amarraron y la tumbaron semidesnuda sobre un lodazal.

Durante varias horas la torturaron, golpeándola con un garrote de guayabo, mientras le exigían que confesara y entregara a sus presuntos cómplices. Después fue ejecutada y enterrada en una fosa común junto a otros quince combatientes asesinados de la misma manera ese mismo día.
Isis se detectó quistes en las mamas estando en ese mismo frente, pero sus jefes le dijeron que se trataba más bien de un problema ideológico, y que en realidad lo que tenía era miedo. Su salud comenzó a deteriorarse rápidamente, y solo entonces la enviaron a Cuba. El cáncer estaba ya demasiado avanzado y fue desahuciada. Murió en 1991.

Antes, la madre de ambas, doña Clelia, tuvo noticias del asesinato de Ethel, y en 1987 le envió una carta al máximo comandante de las FPL, Salvador Sánchez Cerén, pidiéndole una explicación y que le entregaran los restos de su hija. Hasta la fecha, Salvador Sánchez Cerén no le ha respondido.

Isis tenía un hijo que, en el momento de su muerte, había cumplido tres años. Ese muchacho, que ahora estudia ingeniería, no conoció a su padre, Abrahán Villalobos, (capitán “Walter” en la guerrilla), que murió en combate, ni tampoco a dos hermanos de Abráham, Carlos y Ramón, también guerrilleros, que fueron ejecutados por sus propios jefes de la misma manera que Ethel.
Ese muchacho me ha contado en estos días cómo su abuela ya octogenaria, doña Clelia, ha sobrellevado en silencio su dolor durante todos estos años, y que no quiere morirse sin saber al menos dónde poner una cruz para su hija Ethel. ¿Será mucho pedirle a Salvador Sánchez Cerén, que ya que anteriormente no quiso darle una explicación a esa madre, al menos le dé ahora el consuelo de indicarle el sitio donde poner su cruz?

Ese gesto de humanidad es lo menos que podría esperarse de una candidato a la vicepresidencia de la República ¿O lo que habrá que esperar es que diga que, por escribir sobre este tema, yo también trabajo “para la inteligencia enemiga” y, por tanto, como traidor a la revolución en la cual milité, merezco el mismo castigo infligido a Ethel y a todos los “infiltrados” del frente para-central?

La historia de la muerte de Ethel, y de sus muchos compañeros asesinados en las mismas circunstancias, está registrada en testimonios, grabados en audio y video, de testigos y protagonistas directos de aquellos acontecimientos. Cuando esa historia sea publicada pronto en forma de libro, por Centroamérica 21, esas grabaciones serán entregadas a Benjamín Cuellar, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA.